sábado, 18 de noviembre de 2006

El masajista (I)

El estrés me agobiaba de tal manera que tuve que hacer un stop. Pedí unos días libres en el trabajo, cogí mi coche y me fui a relajarme y a alejarme del día a día, que había llegado a ser insoportable. Pensé que sería buena idea desconectar de verdad, así que, reservé habitación en un hotel con spa, en un pueblo (más bien una pequeña ciudad) no muy lejos de donde vivo. No había ido nunca, pero hice caso de la recomendación de una amiga, que fue el año anterior y volvió encantada.
Y dicho y hecho, hice mi equipaje, me metí en mi coche y me dirigí hacia el remanso de paz. No necesitaba nada más que oír música, leer, pasear y olvidarme del teléfono, del correo electrónico, de los jefes y de andar corriendo de un lado para otro, aunque sólo fuese durante tres días.
El hotel era genial: servicio, instalaciones, comida, entorno: inigualable. El primer día me dediqué a verlo todo y evidentemente, fui a informarme de los tratamientos con los que contaba el hotel. Para el día siguiente, programé dos horas de jacuzzi y baños y seguidamente un masaje con sales, que según me recomendaron iba de maravilla para exfoliar la piel.
Al día siguiente, después de estar en remojo prácticamente las dos horas y probar sobre mi cuerpo todo tipo de chorros de todas las presiones y temperaturas, me dispuse a recibir el masaje.
Yo, a aquellas alturas, ya estaba super-relajada. Incluso llegué a pensar en dejarlo para el día siguiente, pero inmediatamente cambié de idea cuando mis ojos se toparon con los del masajista. Era un tío impresionantemente guapo: moreno, de ojos negros, alto y con unos brazos fibrados que asomaban bajo su uniforme de manga corta. Con una sonrisa me invitó a pasar, me indicó dónde tumbarme y me dio unas braguitas de papel, que tenía que ponerme. Cuando salió, para dejar que yo me quitara el albornoz y me situara, no pude evitar que se me escapara una sonrisa: mi amiga, la que me recomendó este hotel, me dijo entre risas, que el único fallo que encontró en su estancia, fue que la masajista era una chica.
Pues nada, yo me tumbé boca abajo en la camilla, sólo con las braguitas y esperé…
El masajista llegó enseguida y empezó su trabajo: la verdad es que la primera parte no fue demasiado placentera, se trataba de cristales de sal, con agua, que él iba frotando por toda mi piel. No llegaba a doler, pero sí rascaba. Luego roció mi cuerpo con pequeñas cantidades de agua tibia y me retiró todo rastro de los cristales.

(Continuaré…)

3 comentarios:

Pedro DC dijo...

mmm... El relato promete, bandida :) Yo me suelo escapar, sobretodo en invierno, a Caldea. Me apunto en la agenda ir antes de que acabe el año...

Mari Carmen dijo...

No hombre,no! ASí no nos dejes!! Yo quiero saber q pasó con el masajista wapetón! jejeje
Besotes

Lara dijo...

LUCAS: Caldea tiene mucho encanto, yo también he ido alguna vez, aunque hace tiempo que no... igual este invierno!

AFRODITA: Vale, vale, ya tienes la segunda parte. Ya me contarás qué te parece...

Gracias por visitarme, volved cuando queráis.

Besitos.

Lara.