
Ella dormía plácidamente, a pesar de que los rayos de sol se deslizaban tímidamente entre las rendijas de la persiana y se posaban en su cuerpo desnudo. Se despertó cuando notó su sexo humedecerse y un profundo estremecimiento le recorrió de pies a cabeza. Eran los dedos, esos mágicos dedos que tanto placer le hacían sentir. Abrió instintivamente las piernas para dejar el camino libre. No quería abrir los ojos, sólo sentir. Era un dulce despertar y ella se sentía volar.
Él yacía a su lado, completamente entregado a su tarea. Sus dedos húmedos avanzaban poco a poco, presionaban imperceptiblemente cada milímetro y se introducían por la senda que ella trazaba, con los movimientos involuntarios de la pelvis. Él sabía cuánto gozaba ella con un despertar así. Antes de tocarla, había permanecido unos minutos quieto, mirándola, sin atreverse a pestañear para no perder de vista esa imagen. Su cuerpo desnudo, entre las sábanas, y la respiración profunda y serena. Se había excitado notablemente, y así, con su polla erguida, expectante, se dispuso a proporcionarle un dulce despertar.
Ella seguía bocabajo, ahora notando como un dedo se abría camino hacia su interior. Arqueó la espalda para notarlo mejor. No era suficiente, quería más, pero tendría que esperar.
Él introducía sus dedos, sabía lo mucho que le gustaría, si lo hacía poco a poco. Primero inspeccionó el terreno y sólo uno de ellos se adentró en aquella gruta húmeda, hambrienta. Poco a poco se perdió otro, y otro más. Ella se movía, pausadamente primero, frenéticamente después, quería sentirse penetrada, pero tendría que esperar.
Ella decidió que era el momento. Giró su cuerpo hasta quedar tumbada mirando hacia la ventana. La rodilla doblada hacia su pecho, la mano acariciando sus pezones. Deseaba ser penetrada en aquella posición, con él empujando desde atrás.
Él contempló por un instante su postura. Sus nalgas turgentes, sus pezones erguidos, y su sexo inflamado de deseo. No le haría esperar más, no esperaría más. Se acopló a ella desde atrás y ambos se fundieron en una danza apasionada. Eran uno, moviéndose y gimiendo al unísono, deseándose y amándose como si el mundo hubiese dejado de existir.
Ella y él, ambos, se mecieron, rozaron y follaron hasta llegar a un orgasmo infinito, profundo y tremendamente placentero.
Luego una sonrisa, y recuperar el aliento… Nada como un dulce despertar de domingo.